Por Daniel Risso Patrón
¡Son mis animales, son mis animales!, gritaba la señora rubia, que una vez fue bonita parece, mientras descargábamos las jaulas con los bichos adentro. ¡Más despacio, no sea bruto que son delicados!, ¡Son mis animales!.
Habían llegado de madrugada a las cabañas y Don Campos me había avisado: estate listo Martín que llegan los turistas y traen muchas cosas y son de la ciudad y no conocen nada acá y mas encima traen dos perros de los buenos, de esos que se compran.
La mujer parecía una gallina vieja y el marido tenia unos ojos de animal manso, cansado, que no había plata que se los alegrara.
Los perros eran unos fox terrier no se que, altos, nerviosos, con el pelo apretado, de nombres raros, el macho, Tom y la hembra, Daisy. No se que nombres de perros serán esos, me dije, acá en la montaña no usamos así, no sé.
Acá los perros vienen nomás, no se compran, no sé.
Pero llegaron y en cuanto salieron de las jaulas todo lo olían y medio que no hacían caso y por ahí andaban, metiéndose en todas partes, llegando a todo. Tuve que encerrarlo a mi Cacique porque se ponía nervioso y ladraba que te ladraba también.
Pero trabajo es trabajo así que a poner buena cara y a bajar las cosas y pase por acá, disculpe usted, ya está la comida, sí, sí, los perros pueden estar adentro también, como no. ¡Mire usted que el Cacique iba a dormir adentro alguna vez con la de pulgas que tiene! pensé.
Era principios de mayo y ya empezaban las primeras lluvias. Apretadas, parejas.
Y la mujer que no sabía hablar de otra cosa que de sus animales, quel Tom aquello, que Daisy esto otro y a cada rato el grito: Tom!, dejá eso, Daisy, venga para acá. Con razón los ojos cansados del hombre. Hablaban de los perros como si fueran sus hijos. Hablaban mucho, no sé, acá no se usa así.
Al otro día de llegar nomás empezó el viejo con eso de que quería comer un cordero pal medio día. Con Don Campos estábamos terminando la cabaña del río y ya estábamos saliendo para allá cuando el hombre le insistió con lo del asado del medio día. Eran las ocho y media y llovía. Trató de convencerlo que no, que mejor para la noche, pero el tipo nada, que a eso había venido y que para que pagaba. Levantaba un poco la voz también.
Vi desde la camioneta que el hombre sacaba una plata y se la daba a Don Campos. Martín!, vení para acá. Te vas con esta gente hasta lo del Eleuterio Galván y le comprás un corderito, lo carnéas y yo a la vuelta lo preparo. Sí, sí, andá armando el fuego después. Te encargo.
Yo no lo conocía a Don Eleuterio, nunca lo vi, sabía por donde vivía nada más, sabía que tenía los mejores corderos de la zona, como yendo para la Llanada era.
Me senté en la camioneta esa, un lujo, con los dos perros esos atrás, me miraban. Mirada fea tenían porque era como que no tenían mirada, pero sí tenían, pero rara. El Tom ese medio que me gruñía, me olía, nerviosos los animales, nervioso yo, hasta que llegamos.
Salté y los perros atrás mío como ladrando, oliendo, inquietos y lloviznaba ya fuerte a esa hora. Tom!, Daisy!, acá, acá, gritaba la mujer, también viniendo y el hombre atrás.
Nos acercamos, golpeé las manos y nada. Hay que esperar, les dije y los perros que se iban para allá, ladraban, remolinos de patas, volvían.
Hasta que apareció a caballo Don Eleuterio, despacio llegaba, allá, apenas. Hombre ni joven ni viejo, recortado se acercaba bajo la lluvia y viniendo.
Apareció con unos corderos andando y Tom que se les abalanza, ladrando, queriendo morder, el jinete -nunca le vi la cara- con su sombrero y su poncho era una sombra sola con su caballo, que se les pone al medio, caracolea al pingo como alejando al animal de los suyos, patas contra patas.
Pero nada, el perro es ágil y está como cebado con ese aroma a cacería que se ve que nunca tuvo y se acerca más, para peor. Tom! Tom! venga para acá!. Nada. Como loco el perro. Mas apretada la lluvia.
El caballo se crispa, se hechiza, se le acerca más y el perro que le esquiva las patas y un corderito que pasa y el perro que lo ve y se le va y lo agarra por el cuello. Grita el animalito como un bebé, Tom! Tom! Daisy!, la perra como loca ladrando también.
El perro que lo tira al suelo y empieza a apretar con los dientes, hocico duro contra la tierra, sangre contra la tierra, lo está matando: y ahí fue.
Fue rápido y despacio, no sé. El jinete que se arrima, ni nos miró. Bajó, llovía.
Caminó a tranco suave, -vi una sombra verde, de agua oscura- se tiró el poncho para atrás, sacó el cuchillo que tenía cruzado en la cintura, dos pasos más; se agachó -sombra en el lomo del perro- y con la mano izquierda le agarró el cuello, midiendo, tanteando y con la derecha, sin dudar -vi un giro, un refucilo curvo-, le enterró el cuchillo por la garganta y hasta el corazón.
Fue un grito hundido y el último. El brazo duro, habituado, quieto ahí. Hasta la lluvia se hizo silencio, tiempo hueco quedó. Lo giró un poco al filo, el bicho dio dos temblores de huida y ahí si, quedó.
Al filo frío, todo lento, todo brillo, daga de sangre, lo limpió de los dos lados, lerdo, dos veces lerdo, en el mismo cuero del perro de doble apellido, dos manchas rojas, lamidas, largas, en el mismo pelo apretado, cuero mordido, charco de hocico.
Alzó al corderito herido, se subió al caballo llovido y se fue. Apenas nos miró.
Yo nunca lo vi.
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Volvimos con el perro muerto atrás, también llovido, la mujer rubia llorando, la perra silenciosa y el hombre de los ojos heridos, cansados, que no había plata ni asado que se los alegrara.
Fue así.
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Como dos meses después, fue que yo estaba al fondo del boliche acomodando una carga -la lluvia seguía en el techo- y escucho que alguien entra, un murmullo, no se qué.
Don Campos, que estaba al frente, que dice… Eleuterio Galván!!!, -un temblor de caballo vibró dentro mío, sí- me hiciste quedar mal, hermano, que sos, mata perros ahora?... esos turistas no me vuelven mas, carajo!!!...
Yo nunca lo vi a Don Eleuterio Galván.
Sólo escuché el silencio de bulto pesado que se tomó, que dejaba sus cosas, se ve que venía a comprar.
Sólo oí una sola frase lenta, la dijo marcada, como para pasar a otro asunto enseguida:
…son mis corderos, yo los crío y yo los mato cuando yo digo, son mis animales, Campos, son mis animales…
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